De pequeña, solía pasar
los veranos en una casa que tenían mis abuelos en el campo. Allí nos juntábamos
un montón de niños pero uno de ellos, captó mi atención. Era el hermano pequeño de mi vecina. Un
niño que entonces no contaba con más de cuatro o cinco años que llevaba un
aparato detrás de su oreja. Al principio pensaba de él
que era un poco impertinente. No hablaba, pero cuando algo no le gustaba, se
tornaba rebelde y caprichoso y sólo acertaba a que de su voz salieran algunos
pequeños gritos sin sentido. Con el tiempo, comprendí que era un niño con déficit auditivo y debo decir que
conocerlo fue lo más especial que me pasó aquel verano.
Difícilmente logré que entendiera alguno de mis signos chapuceros que previamente me había chivado su hermana. Intentaba ponerme de alguna manera en su pellejo e imagina que se preguntaría por qué motivo no podía comunicarse con los otros niños o por qué no lograba hacerse entender y sin embargo podía hacerlo con sus padres y su hermana. Quizá sea por ese motivo que lo recuerdo pegado a las faldas de su hermana y extremadamente prudente a la hora de establecer contacto con el resto de los niños.
Como muchas otras cosas en la vida, al final uno no termina haciendo
aquellas que dijo iba a hacer y pasaron los años, tanto que fueron más de
veinte. Tras seis meses, acabo de finalizar el primer curso en lengua de signos alemana y sólo puedo
decir que ha sido una de las cosas más fascinantes que he aprendido nunca.
CEPS Confederación Estatal de Personas Sordas
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Madrid
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